Clasificación: M/E
Géneros: Romantasía (Romance y fantasía) | Ciencia Ficción | Desarrollo Lento | Space Opera | Pareja Predestinada
Resumen:
Cassia Harper creía que sus mayores problemas eran pagar el alquiler, mantenerse al día con la escena de la moda en Brighton y vender suficientes artesanías para ayudar a su familia. Pero cuando un misterioso y hosco soldado a sueldo con orejas puntiagudas irrumpe en su vida, todo cambia.
Su pasado no es lo que pensaba. El padre que apenas recuerda no era solo un viajero distante, y el broche que lleva todos los días… no es simplemente una antigüedad.
Ahora, con asesinos tras sus pasos y un protector que se niega a reclamarla (aun cuando la tensión entre ellos es ardiente), Cassia debe decidir: ¿huirá de su destino o se alzará para enfrentarlo?
Qué esperar:
🔥 Un “slow-burn” con intensa tensión (y varias recompensas muy candentes 😏)
🐺 Un protector cósmico de orejas puntiagudas (que sabe que ella es su pareja predestinada, pero se niega a actuar… al principio)
👑 Política galáctica
🌌 Una space opera llena de acción, erotismo y drama
🛸 Brighton (Reino Unido) se encuentra con las estrellas
Cassia estaba de pie en su taller, rodeada por todo lo que amaba y temía perder. Las manos le temblaban mientras escuchaba a Dain; el peso de sus palabras pesaba más que sus propias dudas. ¿Dejar Brighton? Parecía tan imposible como terminar sus proyectos —cada uno más intimidante que el anterior— a tiempo para el festival. Dain la observaba sin parpadear; sus ojos gris plata seguían cada movimiento como si ella fuera parte de una misión.
—Están viniendo —dijo él, con una voz baja y firme, casi una orden—. Tenemos que irnos.
La habitación se volvió más pequeña, cerrándose con cada latido de su corazón. Por donde mirara, Cassia veía otro fragmento de sí misma: una vida tejida con hilos y sueños. El encaje antiguo que había encontrado en un mercadillo el invierno anterior; la tela de rayas llamativas que su madre le había enviado en su último viaje; los diminutos botones que esperaban el día en que ella reuniera el valor para empezar aquella nueva línea. Los diseños inacabados colgaban de los maniquíes como promesas sin cumplir, y un estante de brillantes rollos de tela se apoyaba peligrosamente contra la pared. ¿De verdad podía dejarlo todo?
—Ahora, Cassia —la voz de Dain cortó la maraña de pensamientos. Sus palabras eran agudas, eficientes, todo lo contrario a ella.
Se volvió, cruzó la mirada con él y vio solo resolución: el rostro de un soldado.
—No puedo simplemente… —empezó, pero dejó la frase en silencio, incapaz de completarla.
—No hay tiempo —contestó él—. Reúne lo que necesites. Rápido.
“Rápido”. Casi se echó a reír con la palabra. Se movió entre el caos, con los dedos rozando superficies familiares. El taller zumbaba de memorias; cada golpe y chasquido le recordaba lo que quedaba sin terminar. De una lata volcada se desparramó una lluvia de cuentas, una cascada metálica sobre el suelo. Al agacharse para recogerlas, la absurdidad la golpeó: recoger cuentas cuando debería estar recogiendo fuerzas.
—Volveré —murmuró, como si decirlo en voz alta pudiera hacerlo cierto. Tenía los ojos húmedos, pero las manos seguían moviéndose, seguras, como si siguieran un patrón aprendido de memoria. Tomó sus herramientas imprescindibles, las que no podía imaginar perder.
—¿Qué haces? —preguntó Dain; sus orejas, tensas, revelaban impaciencia casi lupina.
Cassia dudó, aferrada a un puñado de agujas de tejer.
—Eran de mi abuela —dijo, apretándolas contra el pecho—. Y estas son las primeras tijeras que compré. Ya no sirven, pero no puedo…
Él la interrumpió:
—Estamos en peligro. A ellos no les importarán tus tijeras.
Tal vez a ellos no, pensó ella, pero a ella sí. Se obligó a moverse más rápido, a elegir. La máquina de coser, demasiado pesada. Su último vestido, casi terminado. Agarró un rollo de tela, sus colores tan vivos como la paleta de un pintor, y lo metió en una bolsa.
El taller olía a tinte y pegamento, un aroma reconfortante que desearía poder embotellar y llevarse. Afuera, se oían gaviotas; sus gritos se filtraban por la ventana, atándola a aquel sitio. Le giraba la cabeza la magnitud de todo, el corazón tironeado en demasiadas direcciones.
—Tenemos que irnos —repitió Dain, con un matiz de urgencia, casi de preocupación.
—Lo sé —replicó ella, más cortante de lo que pretendía. Pero no había tiempo para reparar palabras. Su vida se desenrollaba y debía dejar los cabos sueltos.
Las herramientas, la tela, lo más preciado: ya estaba empaquetado, pero la habitación seguía llena de fantasmas que no podía llevarse. Los botones, las tijeras, las cuentas. Los maniquíes, sus proyectos, los bocetos.
—Todo lo que he conocido —susurró.
Le dolía cada paso. No obstante, no podía detenerse. Apretó su colgante antiguo, un trozo de pasado que siempre había hecho posible el presente, y lo apreto ajustandolo al cuello.
—Deja el resto —ordenó Dain, con voz firme pero no dura—. Tenemos que movernos.
Las paredes parecieron cerrarse, exprimiéndole el aire. Tomó otro rollo de tela, colores vivos y desafiantes, y se giró hacia él. Dain se erguía en la puerta, imponente frente a la pequeñez de su vida allí dentro.
Con una última mirada al taller, exhaló un aliento que no sabía estar conteniendo. Olía a sal y a pérdida.
—De acuerdo —dijo, y lo siguió sin atreverse a mirar atrás.
Las manos de Cassia se movían con propósito frenético, pero su corazón no estaba listo. La ansiedad le mordía los talones como un perro imposible de esquivar. El taller, antiguo refugio, era ahora una trampa. La puerta se abrió de golpe y casi se le paró el corazón.
—Pero, cariño, ¿qué demonios pasa aquí? —La voz de Margot llenó la estancia, más perpleja que exigente. Las mejillas rojas, los rizos salvajes apenas sujetados por lápices. Sus ojos dieron un salto de Cassia —pálida— a Dain —severo—. —¿Has perdido la chaveta?
Cassia apenas pudo sostener la tela que tenía; el alivio de ver a Margot casi la quebró.
—Es… complicado —consiguió decir.
Margot fijó la vista en Dain, en las orejas puntiagudas, en sus rasgos afilados.
—¿Y este quién es? ¿Tu nueva inspiración? Tiene un aire de elfo, ¿no?
—Él es Dain —contestó Cassia, precisa—. Tengo que irme.
—¿Irte? ¡Pero el festival es la semana que viene! —Margot parecía no dar crédito—. Si no te has alejado de este piso más de un día en cinco años.
Dain avanzó con calma militar.
—No es seguro —dijo—. Debemos marcharnos, ahora.
Margot lo fulminó con la mirada y luego la posó en Cassia, la voz ablandada por la preocupación.
—¿En qué lío estás metida, cariño?
Cassia respiró hondo para no venirse abajo.
—Estoy en peligro, Margot. Tengo que irme. No se trata solo de mí. Por favor, entiéndelo.
Un silencio cargado, y el rostro de Margot se endureció con resolución.
—Bien. Pues manos a la obra —dijo, agarrando un montón de libros de patrones—. No permitiré que te vayas sin lo esencial.
Cassia sintió gratitud junto con el pánico. Margot no pidió detalles; simplemente ayudó.
—Este hilo no te servirá donde vas, ¿verdad? —preguntó mientras lo metía en una bolsa—. ¿Y este tinte? ¡Demasiado pesado! ¿Vas al extranjero? ¡Nunca pensé verte viajera!
—No lo sé —admitió Cassia—. No sé adónde voy.
Margot se detuvo, la miró llena de interrogantes y luego asintió.
—Tan tú como siempre: sin plan. No pasa nada, te arreglaremos todo.
Empaquetaron a toda prisa. Cassia entregó las llaves del taller a su amiga.
—Cuida esto por mí —murmuró; la voz casi se le quebró.
Margot apretó las llaves y sonrió, cubriendo la tristeza.
—Ya lo creo. ¡Quizá lo tenga ordenado cuando vuelvas!
Se abrazaron. Margot olía a té y pegamento, recuerdos de todo lo que Cassia dejaba. Era casi insoportable.
—Todo —susurró Cassia—. Es todo lo que tengo.
—Ve, amor —respondió Margot—. Aquí resistiremos.
Dain interrumpió:
—Tenemos que irnos.
—Tranquilo, soldadito —replicó Margot—. Aún no he terminado de despedirme.
Cassia vio en Margot preguntas, confusión y afecto feroz. Pero no había tiempo para más. Y salieron. El aire cambió, dejando un vacío donde antes estaba su vida.
Siguió a Dain por los callejones estrechos de Brighton; lo decidido pesaba más que cualquier bolsa. El pueblo se borraba en ráfagas: el muelle, el pabellón, las calles que había pisado toda la vida. Cada paso era traición, el encanto de Brighton enredándose para retenerla. El olor a fish and chips, mezclado con la sal, tiraba de su corazón. Quiso saborearlo, pero Dain no aflojaba.
Llegaron al malecón. Cassia bebió la vista del muelle iluminado de recuerdos estivales.
—¿Estás bien? —preguntó Dain.
—No —respondió, sincera—. Pero lo estaré.
Siguieron. Todo era demasiado veloz, demasiado real. Llegaron a un callejón abierto a un solar discreto: una furgoneta de reparto, vieja y anodina.
—¿Esta es tu nave espacial? —soltó Cassia incrédula.
Dain pasó la mano por la carrocería; controles ocultos se iluminaron. El vehículo zumbó. Paneles se deslizaron mostrando interfaces brillantes; el interior se transformó ante sus ojos.
—Adelante —dijo él—. Es la hora.
Cassia vaciló, un pie en cada mundo. Brighton era un borrón fuera. Dio un paso. El suelo vibraba como un latido. La puerta se cerró, sellando su decisión.
Se acercó a un visor: Brighton seguía allí, diminuto. Apoyó la mano contra el cristal invisible.
—Todo lo que he conocido —susurró.
El motor ronroneó, el planeta se curvó bajo ellos. El azul del mar, el verde de la tierra, la línea del horizonte. Cassia miró hasta que fue un punto.
Se volvió hacia Dain; su mirada contenía una promesa muda e irrevocable. Soltó un aliento, el corazón cosido con miedo y asombro.
—Estamos fuera de peligro —dijo él con calma.
—¿Lo estamos? —preguntó ella; la duda era más grande que ambos.
Y mientras dejaban todo atrás, Cassia comprendió que no necesitaba una respuesta.